¿Nos dan la palabra? Gracias, pero no: ya era nuestra desde antes
Durante este año he sido invitada a varios eventos literarios para compartir mi obra creativa y mis procesos, los cuales se definen dentro de la poesía. En varios de estos eventos he compartido espacio con escritoras y poetas admiradas y apreciadas por mí; hemos tenido la oportunidad de coincidir y, más allá de compartir nuestras creaciones, estos eventos se han convertido en pretextos ideales para departir, coincidir, compartirnos saberes, sentires, reflexiones, crecer y, sobre todo, crear y afianzar redes, vínculos que van más allá de lo profesional, que involucran lo emocional, identificándonos como personas creadoras, con capacidad de aceptar nuestra vulnerabilidad, dar y recibir ternura y defender nuestra esencia y obra ante cualquier confrontación.
Tengo muy claro, y esto lo he aprendido en los últimos años, que las redes nos salvan y nos hacen crecer, nos retroalimentan, nos enseñan y en ellas desarrollamos habilidades y construimos conocimiento, independientemente de que se trate de aspectos académicos, de literatura, de arte en general. Y, por supuesto, nosotras mismas gestionamos muchos de los espacios en los que participamos, y lo hacemos a partir de diversos lugares: desde lo institucional, desde lo gubernamental y universitario, desde la necesidad comercial, pero también desde lo amoroso. Somos absolutamente capaces de gestionar nuestra obra, y en eso nos apoyamos unas a otras.
Pero ¿qué pasa cuando estos eventos se coordinan a partir de una agenda cultural institucional gestionada por hombres que no tienen consciencia de este trabajo comunitario, y cuya visión es vertical, burocrática, paternalista y que replican las prácticas machistas del sistema patriarcal que gobierna a la sociedad, con todo y sus instituciones?
En uno de esos eventos fuimos invitadas siete escritoras, entre poetas, escritoras de ficción, narrativa y más, y cabe mencionar que era la primera presentación formal de algunas de las compañeras: por primera vez presentarían su obra en público. La invitación nos llegó de manera formal, pero el proceso no lo fue tanto. Ninguna de las personas encargadas de la logística y de guiar el evento se dieron a la tarea de averiguar nuestras necesidades o requerimientos, inclusive conociéndonos personalmente a algunas de nosotras desde hacía años.
Un primer desencuentro fue cuando, en los carteles digitales, apareció mi nombre oficial, el cual no utilizo en mi carrera artística y de lo que están enteradas las personas que trabajan en dicha institución. Tras hacer la aclaración, la corrección se limitó a poner mi nombre a medias. Desconozco si fue una afrenta pero, definitivamente, fue una falta de respeto al no considerar el nombre artístico de una de sus participantes.
El desarrollo del evento no fue mejor: el maestro de ceremonias apuraba las cosas, nos quitaba la palabra, leía las semblanzas como si fuera una carrera de tiempos, y no permitió el intercambio de comentarios con el público. Mi sensación final fue que, entre la gran cantidad de eventos que estuvo llevando a cabo esa institución durante todo el año, sólo intentaba cubrir un programa cultural sin mayor cuidado de lo que se haría, presentaría y compartiría.
En contraste con ello, en fechas cercanas fui invitada a otro evento de arte desde la diversidad, donde participé como parte de la comunidad LGBTTTIQ+. En la gestión de dicho evento se me hizo llegar toda la información necesaria, desde la invitación institucional hasta los horarios, se me solicitaron los nombres de mis participaciones, semblanzas, imágenes, y con ello se generó un amplio acervo que incluía exposiciones, lecturas, reflexiones, mesas de debate, etc. ¿Quién gestionó este evento tan nutrido y del que se retroalimentaron tantos aprendizajes? De un equipo de mujeres y personas diversas, lideradas por una mujer, artista, creadora y académica, gestora de espacios de y para el arte de las disidencias, con una perspectiva de género absoluta.
Lo mismo sucedió al ser invitada a realizar una gira de presentaciones literarias por el estado con la misma premisa: presentar la obra literaria de poetas y escritores de la comunidad LGBTTTIQ+. Estos eventos fueron gestionados por una mujer, si bien representante de una institución de gran valor en nuestra entidad, también es una persona autónoma que, desde su trinchera, ha luchado por dar espacio al arte y a las, los y les creadores regionales, trabajando de manera horizontal, cercana y amorosa con las mujeres artistas, mostrando siempre formalidad, respeto y consideración.
En últimas fechas me vuelvo a topar con la invitación a un evento titulado “Ellas tienen la palabra”. Este evento se desglosó en dos tiempos, pues la primera gestión terminó en una cancelación debido a condiciones climáticas (ya que sería en otra ciudad y habría que viajar), y en el segundo tiempo replicó los comportamientos nocivos que, en la primera experiencia, se le hicieron notar de forma respetuosa pero precisa al coordinador, hombre y representante de otra institución cultural de índole federal.
La condescendencia extrema, la manipulación, la coerción y el mansplaining conformaron la estructura que definió un discurso totalmente incongruente con la finalidad de la mesa. Ellas (nosotras) no tuvimos palabra alguna. Este gestor, externo a la institución, se dirigió siempre de manera autoritaria, cuestionando cada una de nuestras decisiones, desvalorizando e invisibilizando nuestra capacidad de priorizar, dictando con gran autoridad lo que era más conveniente para nosotras y culpándonos, al saber que varias no asistiríamos por tener compromisos previos y por la inconformidad de su proceder, quejándose de que por eso las cosas están tan mal, que le era imposible de creer la falta de voluntad de nosotras, que no teníamos idea del gran esfuerzo que significaba coordinar un evento así y que no lo estabamos ni valorando, ni agradeciendo. Evento en el cual no fuimos tomadas en cuenta salvo para avisarnos que sería dentro de unos días, sin pedir nuestra opinión y apropiándose de nuestros tiempos y actividades.
Estos meses he participado y experimentado en una serie de eventos maravillosos y otros desafortunados, cuya suma me hace cuestionarme si de verdad nosotras tenemos la palabra cuando se trata de eventos que cubren agendas institucionales y que son gestionados por hombres burócratas o viciados en la política o colocados en puestos para los que no tienen experiencia.
La violencia vivida en estas circunstancias es difícil de medir, es muy invisibilizada, se maneja muy sutilmente entre discursos pasivo-agresivos disfrazados de un lenguaje sumamente amable y cordial y, por lo mismo, condescendiente. Nosotras conocemos el valor de nuestro trabajo, no es necesario que nos lo exaltan en un discurso cuya finalidad es que, sintiéndonos halagadas, aceptemos sin chistar.
Y eso es algo que deben entender tanto las autoridades como los hombres (y, lamentablemente, algunas mujeres absorbidas por el sistema): no pueden seguir infantilizándonos. No por hablarnos bonito vamos a acceder a que nos digan qué hacer, cómo hacerlo, qué leer y qué no, cómo administrar nuestras presentaciones, dónde limitar nuestra obra, qué es presentable y que no lo es. Somos personas autónomas que hemos construido un camino y que seguimos en la búsqueda constante y en una deconstrucción interminable de nuestra carrera literaria.
No creo que tengamos la palabra en esos espacios gestionados desde una agenda fría y lejana, manejada por hombres que siguen pensando que nos brindan los espacios porque ya, por fin, nos los hemos ganado.
La diferencia tal vez sea que no necesitamos tener la palabra, no existe entre nosotras (o al menos tratamos, en un ejercicio de sororidad, de que no exista) el vicio de la competencia, de pelear por ver quién habla y quién no, darnos o pedirnos o exigirnos o quitarnos la palabra de la boca, porque creemos que todas podemos hablar y todas necesitamos hacerlo y siempre podemos gestionar espacios para ello.
Hay eventos institucionales de gran envergadura que se vuelven punta de lanza para darnos a conocer fuera de nuestro círculo local, pero también hay eventos realizados desde los vínculos amorosos, desde lo emocional, eventos de donde no recibimos una constancia con sello y firmas poderosas, pero sí aprendizajes poderosos, vínculos y redes que nos llevan, como en cadena, a otras instancias, a otros escenarios en los que nuestra palabra resuena.
No buscamos, pues, el protagonismo a partir de la competencia o de una vulgar carrera de ver quién es mejor y quién obtiene reconocimiento por parte de tal o cual autoridad o escritor de renombre, varón, con visión vertical, patriarcal y sistemáticamente proveedor del micrófono.
Con base en los últimos eventos a los que he sido invitada desde mediados del 2021 hasta la fecha, han sido los gestionados por mujeres, ya sean institucionales o independientes, los que realmente han considerado a las voces participantes por igual, que incluso han luchado por retribuir económicamente una actividad cuyo lucro se considera irrespetuoso en lo social. Han sido ellas quienes, desde una perspectiva de género, con la apertura suficiente para abrazar diversidades de ideas, de personas y de identidades, nos han invitado a abrir juntas, en comunidad, las puertas de la creación para compartir y vincularnos con otras, otros y otres en escenarios diversos, donde el trato es absolutamente horizontal, respetuoso y digno.
Han sido, en cambio, aquellos eventos gestionados por hombres o por instituciones que buscan cumplir con programas culturales saturados, los que pretenden abrirnos puertas, darnos luz, prestarnos micrófonos para ofrecernos escenarios en los cuales nos permiten alzar la voz siempre y cuando sea regulada por ellos mismos, bajo sus dogmas y directrices. Ellos pretenden darnos la palabra, y nos la quitan cuando lo deciden. Nos quieren dar la palabra, pero esta ya era nuestra desde antes.
Así pues, no tenemos por qué esperar a que nos abran puertas y ventanas: nosotras, mujeres artistas, creadoras de la palabra, somos capaces de unir nuestras voces, ocupar escenarios y crear universas juntas, desde la poesía, las historias, la sororidad y lo amoroso. Nuestros vínculos nos acercan a otras instancias, y tenemos la confianza de que en las instituciones (gubernamentales o autónomas) siempre habrá otras mujeres y personas diversas que utilicen esos palcos para realmente construir redes, promover el arte y compartir los procesos creativos con una visión horizontal, respetuosa, amorosa.
No soy ingenua, y sé muy bien que, incluso en el arte, los movimientos son medidos, condicionados y hay favoritismos y “palancas”, pero también soy consciente de que tengo muchos años ya nadando en las aguas de la creación artística, vinculándome a partir del puro amor al arte y al aprendizaje. Con el riesgo de sonar limitada o mediocre, mis movimientos artísticos no van en pos de títulos, puestos importantes o ganancias económicas, sino de la construcción de redes, aprendizajes y el tejido de lazos amorosos en los que las letras, la poesía y el arte, todo, hagan de esta universa un sitio más dulce para habitar.
Joelia Dávila (Mexicali, 1978. Poeta, redactora, correctora, editora, traductora, arquitecta y maestra en estudios socioculturales, actualmente estudiando la especialidad en traducción e interpretación. Ha publicado dos poemarios propios y participado en varias revistas y antologías de índole nacional como Versas y diversas Muestra de poesía lésbica mexicana contemporánea, Alforja, Tierra Adentro, etc. Por ahora experimenta en la reflexión del registro de las cuerpas como proceso creativo).
Imágenes: Isis Arlene Díaz Carrión